Hoy es ese día. El día que, como cada mañana, te pones tus vaqueros de embarazada y, ¡milagro! te quedan grandes. ¡Aleluya! (miras hacia el cielo y te santiguas). Entonces sin tomar la precaución de pasar por la báscula te lanzas a tu armario a lo Brave Heart, abres las compuertas y sacas esos vaqueros que hace un año que no te pones. Tus Vaqueros, la tierra prometida. Los coges como si fueran una reliquia y se los muestras a tu hija: – Cariño, me voy a poner Los Vaqueros. Y sin pensarlo dos veces te lanzas de cabeza, bueno más bien en plan bomba y con la nariz tapada, vaquero a dentro. ¿Y qué sucede?. Sucede que introduces una pierna hasta la rodilla, hasta ahí bien. Seguida de la otra, que quiénsabeporqué, sube peor. –No tenía que haberme puesto crema, le dices a la niña como si te hubiera preguntado. Subes, bueno más bien tiras pierna arriba y como es elástico, alcanzas la cadera de un tirón. –Bueno, esto está chupado,– te dices, – hay que ver cómo se nota un día de gimnasia hipopresiva (y eso que era una clase de prueba). Sigues, venga, un saltito y estarás coronando la cima. Saltas tirando de ambos estribos y nada. Entonces, ante la atónita mirada de tu hija, te lanzas a subir la cremallera, tirándote en plancha sobre el colchón. A cámara lenta, pasa ante tus ojos la película de tu vida, pero no de tu vida anterior, sino de tu vida futura. De forma que te ves entrando en tu clase de yoga para bebés y mamás, con Los Vaqueros, degustando a partes iguales las expresiones de admiración y envidia sana que corroen a tus compañeras, por corte te ves frente al espejo haciéndote una foto en escorzo, que enviarás por whatsApp a esa red de amigas, que toda recién parida necesita, para mantener conversaciones diarias más allá del “ajo-ajo” fluido bebé-mamá; un plano corto te muestra la fiesta de emoticonos y vítores de tu grupo de amigas; y por último, ves ese mágico momento, suena la banda sonora de El bueno, el malo y el feo, tu santo llega de trabajar, cansado del día. Al abrir la puerta te giras a cámara hiperlenta (en plan pelo Pantenne) y él te sorprende casualmente en el salón con Los Vaqueros, hasta aquí puedo leer, porque incluso en tu fantasía más atrevida, acabáis bañando a la niña, dándole de mamar, la medicina, los gases, la nana… en fin, fundimos a negro, títulos de crédito y agradecimientos. –¡Vamos, que nos vamos!, dices en voz alta, pero la cosa no sube. Entonces ruedas por la cama hasta caer al suelo, a lo Tom Cruise y tiras y tiras y tiras de la cremallera, hasta que no pasa nada. Te pones de pie. Estas tan cerca que puedes oler la gloria. Un poquito de nada y la cremallera embutirá tu cuerpo de mamífera en una vaquero casi preadolescente talla XS, y aquí no ha pasado nada. Y nada es lo que pasa. ¿Habrán encogido?. Unos centímetros de nada te separan de la meta, el maillot amarillo, el champagne y la foto con los pivones. J te sigue mirando, sin dar crédito, qué sabiduría. Entonces, cuando estás a punto de tirar la toalla, J se pone a llorar. Gracias a Dios. Te quitas los pantalones de un tirón (hay que ver que bien salen los muy puñeteros) y te lanzas a darle de mamar, que no eres tu de las de dejar que lloren los bebés. Le besas la frente y le das las gracias, por salvarte como cada día de la responsabilidad de ser tu y tener que estar a la altura de tus propias expectativas. Después de darle de mamar y dos docenas de besos, guardas Los Vaqueros, mañana (sin crema, claro) volveremos a vernos las caras… Suena la música del Bueno, el malo y el feo.
Cae el telón.
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Virginia Mosquera
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